2005-02-27

Una semana en la Isla

Conservo la dedicatoria de la reedición de 1999 de este largo artículo, publicado en las NOTICIAS de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, en marzo de 1981. Aprovecho esta nueva oportunidad de compartirlo, aunque lo sé ya de varios conocido.

Con respeto y veneración hacia Samuel Ginori, Ramón Torres y Manuel Martínez Macías, transcribo para algunos amigos lo que escribí a mi regreso de mi primera estancia en las Islas (FxsI, Tacuba, D.F., 12 de diciembre de 1999).



Una semana en la Isla

Félix Palencia, sI



No obstante nuestra habitual disposición a ir sin tardanza a donde quiera nos enviaren, aun a los turcos o a aquellas partes que llaman Indias, no dejó de sorprenderme que, citado a la Curia, el viernes 22 de agosto recibiera yo misión de suplir por dos meses (septiembre y octubre) al padre Manuel Martínez Macías, Trampitas, en el trabajo pastoral que de años atrás viene desempeñando en la Colonia Penal Federal en Islas Marías; misión que habría de prolongarse a noviembre, diciembre y aun enero, por algún problema de salud del padre, afortunadamente ya por completo superado.

Vuelto apenas a Nezahualcóyotl, quiero compartir con los compañeros mi diario de Una Semana en la Isla: no lo acaecido; sí lo acaecedero, síntesis de muchas semanas allá por mí pasadas, invitación tal vez para alguno y ciertamente acción de gracias al Señor y a los muchos amigos que dejé aislados por el Océano Pacífico y por nuestra mexicana sociedad, igualmente pacífica.

Narro el concreto vivido. A los expertos dejo la intelección creyente del mismo. A todos pido una oración por Jesucristo mil quinientas veces preso y por quienes en María madre le sirven: en especial por el Vicario Episcopal, hermano nuestro octogenario y varias veces jubilar en nuestra Compañía.



Martes:

Entre sueños se oye diana a las cuatro con cuarenta; pero es el despertador el que me saca de la cama a los tres para las cinco: justo a tiempo para encender los aparatos de sonido:

Buenos días a todos, compañeros.

Al empezar el nuevo día, dirijamos al Señor el corazón y la mente:

Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti,
no me escondas tu rostro en la desgracia;
préstame oído cuando te invoco, escúchame pronto.
Que mis días se desvanecen como humo,
mis huesos queman como brasas..;

Y un saludo diverso cada día resuena en las penumbras matinales de Puerto Balleto, Bellavista y los Albergues de Solteros, y hace las veces del Te Deum mañanero de San Cayetano.

La técnica de los cassettes se encarga del resto, y, mientras yo acabo de despertar bajo la regadera, Pedro Infante o la Sonora Santaneara, los Beatles o Viva mi desgracia, Mozart o la Marimba de mi Tierra, tratan de alegrar el amanecer de quienes se dirigen a la cancha a pasar lista, ya desayunados, a las seis de la mañana.

Ellos van pasando frente a mi ventana, machete en mano o pico y pala al hombro, mientras al sabor de mi Nescafé y un Delicado dialogo con Ignacio y los primeros compañeros, pienso en la Ibero o en el Patria o en Nezahualcóyotl, acompaño a Xavier o a Eusebio Kino, oro con Moisés en el desierto o con David interrogo al Todopoderoso, o releo las cartas de la cautividad o nuestro decreto cuarto... ¡Sin algo de este estilo no tendría sentido mi estancia en la Isla!

Cinco antes de los siete, a nuestro pequeño templo de Belén, en el Campamento Hospital Francisco I. Madero: Esmerada limpieza y perfumadas flores de plástico, y cuatro blanquísimas Hijas Mínimas de María Inmaculada, que esperan mi presidencia para que iniciemos nuestra misa.

Todo cabe en la cotidiana homilía: la intención propuestas por las mamas, la ejemplar vida del santo del día, el mandato y el ejemplo del Señor en su cena, los planes apostólicos de la semana, los hermanos de El Salvador o de Bolivia; enmarcado todo por agudísimos cantos a relevos, mientras van comulgando las hermanas:

Buques y navíos, bendigan al Señor;
faros de las costas, bendigan al Señor.

Vírgenes cristianas, bendigan al Señor;
enfermos y presos, bendigan al Señor...

Unos minutos de espera, platicando con algún compañero que fue a misa, y el invariable desayuno: gelatina, huevos estrellados concéntricos e inmaculados y frijoles refritos, seguidos de un café saboreado y platicado con las mamas: preparativos de la fiesta, anécdotas del noviciado, recetas de cocina, un parto atendido a media noche o el contenido de la catequesis sabatina en Nayarit o Bellavista.

No hay mucho que hacer por la mañana: puedo dedicar dos o tres horas a ayudar a los comisionados de las religiosas en la confección de piñatas: alguna bienhechora envió ollas desde el Continente, que se vio disfrazando de zanahorias, estrellas o barquitos. ¡Ojalá haya después con qué llenarlas, pues estamos como las almas del purgatorio: si nos rezan, bien; y, sí no, pues nos aguantamos, según comentario de alguna religiosa.

Ida a la casa, a Bellavista, y empezar los preparativos para ir a Aserradero:

Varios colaboradores estaban invitados; pero es de reunirlos uno a uno de nuevo, recorriendo los albergues y pasando una y otra vez por el quiosco y por la cancha: Los que trabajan, por la Colonia vienen ya regresando de su melga; pero sólo podrán acompañarme los que no tengan escuela, pues, por haber boda en Aserradero, regresaremos probablemente más tarde que a las siete.

Se reúne al fin el pequeño grupo. Es importante que en el haya un guitarrista; y la esposa de un empleado libre puede hoy acompañarnos: su voz apoyará los cantos y sus habilidades y prudencia podrán sacar de apuros en algún imprevisto durante la boda.

Falta sólo recoger el vino, las hostias, los enseres y la vestimenta; y presentarse a la Mesa de Control y Vigilancia:

Con autorización de la H. Dirección se concede permiso a los colonos N.N, para pasar al Campamento V. Carranza (Aserradero) de las 12:00 a.m. a las 20:00 hs., para acompañar al C. Trabajador Religioso N., y ayudarle en el desempeño de sus actividades; transportándose [sic] en camioneta Datsun azul, manejada por el mismo trabajador social religioso...

sellado con el escudo nacional, y firmado, y con copias para archivo y para diferentes ciudadanos jefes de diferentes dependencias.

Y así, trabajador religioso al volante, permiso en mano, señoras y niñas en cabina y colonos N.N. en la caja, la picop del Tata se lanza por la perimetral hacia el Aserradero.

Veinte minutos después, quince de ellos costeando, bajada una cuesta en primera, la terracería nos entrega el permitido V. Carranza:

Un saludo a los solteros, que ocupan hoy, a la izquierda del camino, las barracas que fueran antes celdas de castigo, y, al frente, el comedor, las conejeras, las cepas que inician las nuevas construcciones, y los albergues viejos, tejados y encalados, formando valla a una cancha de básquet y un busto del prócer revolucionario.

Lo primero: saludar al jefe del campamento, un emprendedor y trabajador norteño de ojos güeros, introductor del agua potable al Aserradero, y que, a punto de cumplir su sentencia, tal vez permanezca en la Isla como 'libre': Desde luego, padre: cuente con todas las facilidades. Ya Fulano me había invitado a la boda.

La primera facilidad con que cuento es que me permite el uso del teléfono: Pido así a las hermanas que, al venir, traigan más hostias, pues calculo insuficientes las que traigo.

Obtengo luego, por fórmula, para todos el permiso, y pasamos al comedor de los solteros: encalado tejabán, con mesas de concreto cubiertas de azulejo. No faltan quienes presten platos, vasos y cucharas, y les llegamos al arroz, las albóndigas y los frijoles, a los que acompañan las tortillas recalentadas y el agua purísima entubada desde el Arroyo Hondo.

Al café nos invita doña Tal, inminente comadre de los novios; y a él para mí sigue un intento de siesta en una barraca, con radio a buen volumen y una conversación entreescuchada. Mientras algunos de mis acompañantes platican o siestean, a otros se les ocurre ir al monte cercano, a recoger algunas flores y ramillas para el arreglo de la boda.

Pasado un rato llegan en su datsun las hermanas, y, al darme cuenta de que empiezan a juntar a los niños para cantos y doctrina, me desperezo y voy saludando de barraca en barraca a las señoras, hasta llegar a la de quienes en el sacramento del matrimonio jurarán y santificarán ante Dios y ante los hermanos el amor en que de años atrás se han sido fieles, y al que Dios ha bendecido con cuatro chavalillos.

Ya antes habíamos hablado del asunto; pero ahora la entrevista se solemniza al llegar los formularios y al interrogar también a los testigos: Sí, padre: la conozco de hace meses, cuando la trasladaron al campamento. Se ve que sí la van haciendo: se quieren mucho, no se pelean y cuidan bien a sus morritos.

Entretanto, guirnaldas de florecillas silvestres van entrelazando catenariamente las blancas columnas del comedor común, y las voces de cuatro compañeros tratan también de entrelazarse con una guitarra: Gloria, gloria, aleluya..; mientras la comadre, activísima, arrima leña bajo el perol de las gallinas y remueve el arroz que se está friendo.

Lectores y lecturas están ya selegidos. Desciende alarmantemente el sol sobre el Pacífico abierto; y aún siguen confesiones y consultas: que desde mi primera comunión no me confieso, que si puedo comulgar siendo evangélico, que si las arras pueden ser veintes o tostones..; y, entre una y otra, insistentes recados a los novios: que se apuren, antes de que caiga la noche.

La misa se desarrolló sin contratiempo. Con la extensión del micrófono, se pudo emplear el sonido del carro. Las mamas se encargaron, con parcial eficacia, de tener quietos a los chavitos. El radio de los círculos concéntricos expresaba el grado de interés y compromiso (como quiera éste se entienda) de los asistentes: novios (con sus cuatro niños), lectores, cantores y padrinos; ocupantes de las mesas del comedor; sedentes en el poyetón que lo rodea; transeúntes que detenían su pago unos momentos, o quienes llegaban sin saber que con autorización del jefe de campamento la cena se iba a retrasar un poco. Para todos ellos, incluidos los chavitos juguetones, trató de ser la homilía.

A la cena preparada en la cocina común, se adjuntaron las ollas y cazuelas de los novios. Cortésmente engullimos una pierna de pollo, urgidos ya de regresar a Puerto Balleto. Más de uno habrá deseado que el milagro de Caná se repitiera, pues el culey (cool-aid) no suple del todo al champán o a la cerveza.

La luna en plenitud iluminó el regreso, asomada toda ella como para escuchar los cantos del camino, quizá mejor entonados y ciertamente más profanos que los de la misa.

Ya para llegar, entre ambas camionetas se intercambiaron pasajeros, porque quienes tenían que hacerlo llegaran a tiempo a pasar lista, mientras yo, habiendo prestado el gato y esperado el arreglo de una llanta a otro vehículo atorado, llevaba a las hermanas a su casa.

En la del padre ya estaba yo al toque de silencio. En la tele parecía no haber sino chicharras y un Zabludovski mudo, plumeado por la nieve. Al completar mi cena, me dolía pensar en quienes no habían tenido modo de hacerlo.



Miércoles:

La primera novedad del día fue a la hora de bañarme: hube de salir en toalla a echar a andar la bomba, y esperar veinte minutos para entrar a la regadera. Lo demás, de rutina.

Al regresar del desayuno, raite al hospital a una señora: su niño llevaba tres días con diarrea, y los remedios caseros habían fallado todos. Suave reconvención a la señora, y oración breve por el niño: Si muere, será falla de los médicos; si se alivia, milagro del Señor. La deshidratación no daba sino para esperar esto. Fue el que bauticé apenas hace quince días.

Frente al almacén, junto al muelle, treinta y siete litros a la datsun. Simplemente se anotan, como otrora en Puente Grande. Y, luego, completar un rato de sueño: quizá por la siesta de ayer, que vino quedando en mero intento; quizá por la enfriada de la mañana, mientras subían suficientes litros al tinaco.

A media mañana, visita a una señora: me había ofrecido ella sus servicios de costura, cuando, hacia días, le había ayudado yo, con la picop, a cambiarse de casa. Mi intención era pedirle su máquina de coser mientras ella cocinaba; pero, entre plática y plática, acabó ella arreglando el. pantalón que al efecto yo llevaba.

Hubo que interrumpir de pronto, para alcanzar a llegar a tiempo a Salinas: Recoger a dos acompañantes, tramitar el permiso, y breve escala en Hospital, en el templito de Belén:

Aquel día, designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió delante de él a pueblos y aldeas..,

y un breve comentario, para dar sentido a nuestra visita al campamento, José Marta Morelos y Pavón.

Un padrenuestro juntos, y la suave voz de la madre superiora:

De dos en dos, de tres en tres:
es hora de partir.
Id con Dios, obreros de la mies...

Una cuesta de terracería bastante maltratada por los dompes, y, tras la bajada, un letrero en la Y:

Prohibido el paso al Campamento Morelos.
Siga por la desviación, a la derecha.

No había problema en seguir hacia la izquierda, y así lo constató la Infantería de Marina en la garita: el permiso estaba en regla, de las 12:00 a las 18:00 hs. Faltaba sólo presentarlo, ya dentro de Salinas, a la partida de los infantes.

De momento no está el jefe de campamento; pero basta presentarse a su segundo, y pasar al comedor, presidido por una virgen de Guadalupe, de rasgos italianos y manchada de cuando la última encalada.

No hay señoras ni niños en Salinas. Por ello, las bromas son más fuertes, el vestuario más rudo y quizá la convivialidad más franca. De la misma lata grande de puré de tomate bebíamos todos, y el pescado lo comimos con las manos. Hubo que esperar a que alguien desocupara su cuchara para poder entrarle al caldo; y a que todos terminaran de servirse para pasar por una segunda ración de pescado. Alguien se gastó sus tres pesos, para llevarme hacia el fin de la comida un vaso grande de culey con hielo, un tanto salobre.

Alguno insistía en que durante la comida pusiera yo en el sonido del carro cassettes por él grabados con música loca pescada de las estacione de radio de Los Angeles. Preferí comer sin música, antes que ubicar la datsun bajo el calcinante sol de medio día.

Un amigo joven, de la costa, quería que conversáramos Por andar él un poco enfermo, no tenía una melga pesada: sólo los platos de aluminio de las tres comidas, y los cacharros. Nos tocó hacerlo juntos, mientras, rodeados de moscas, platicábamos: remojón en agua sebosa y detergentosa, y enjuague en otra un tanto menos.

Duró más de un cigarro la conversación, continuada ante el fogón en que empezaban a hervir los frijoles de la cena. El contacto con los brodas (brothers) había excitado la curiosidad religiosa, y hubo que ir pasando poco a poco desde los géneros literarios de los primeros capítulos del Génesis hasta el mandato de Jesús y la manera concreta y factible de poder vivirlo en la Isla, ¡mucho más importante esto que aquello!

Aún el sol quemaba, cuando me acerqué a un grupo de artesanos, semidesnudos, que a la sombra de los tabachines ejercían su oficio: uno se esmeraba en detallar las manos a una virgen de Guadalupe tallada en un tablón de cedro, otro pulía con lija de agua eslabones que otro iba recortando de un caparazón de carey, y dos o tres más simplemente miraban.

Un breve saludo, una invitación a la misa, que sería a las cuatro, y seguí hasta un blanquísimo albergue, donde otro compañero buscaba un rincón en el vientre de un amigo, para tatuarle una ardillita, deseosa de llegar a acompañar suásticas, culebras, corazones, arañas, morras y 'recuerdos de mi madre'.

Constaté que mía acompañantes seguían ensayando los cantos: el guitarrista había localizado a uno local, y trataba de pasarle los tonos de un canto a la Virgen:

Aunque te digan algunos
que nada puede cambiar,
lucha por un mundo nuevo,
lucha por la verdad.

Les recordé que se acercaba ya la hora de la misa; y, antes de ella, alcancé todavía a platicar un rato con un amigo de la zona fronteriza: Acababa él de recibir la noticia de que parientes muy cercanos y queridos habían sido asesinados en su lejana patria chica. Todos oramos por ellos -y por él- en la misa.

En ella, varios insistieron en vano en que les diera a comulgar del cáliz: parecían no haber sido suficientes las palabras de la lectura, ni su homilética glosa:

Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para poner en libertad a los oprimidos,
para proclamar el año de gracia del Señor.

Todavía, terminada la misa, no faltó el también vano móchate con un traguito, carnal; que ya guaché que te sobró pistito; rechazado por mí, como siempre con un enérgico ¡ni madre!, carnal: usted sabe que no se puede; y mientras un riel suspendido, golpeado con un marro, llamaba a pasar lista (retardada por el jefe unos minutitos, para que terminara holgadamente la misa), se aceleraban las despedidas y los últimos encargos: cartas al correo, manteca para las tortillas de harina, detergente para lavar la ropa, un cristito o una medallita, un garrafoncillo de plástico para llevar agua a la melga...

Agradecimiento y despedida al jefe de campamento, cortés saludo a los infantes de marina, presentación de permiso en la garita, y una vez más hacia Balleto. Arboles y cactáceas alargaban sus sombras, cuando el sol, ahora clemente, se acercaba a la cima de las montañas.

Aún era temprano, y nos detuvimos en un antiguo puesto de vigilancia de la Marina, ahora fuera de uso. Desde su altura, al frente, la inmensidad del Pacífico interior y ocultas tras el horizonte las montañas de Nayarit, y, a la izquierda, la ensenada y el muelle de Balleto, al que permanecía amarrado el barquillo pesquero detenido dos días atrás por los marinos. Allí, cerca del Señor, revisamos en breve nuestro proceder en Salinas, y recibí sugerencias y consejos para el miércoles siguiente.

Obscurecía ya cuando llegamos al Hospital a devolver a las religiosas, indumentaria y vasos litúrgicos, e insistieron ellas en ofrecernos una meriendilla: chocolate en leche fría, frijoles y huevos revueltos.

Fue muy rápido el lavado de los platos en la pila (realizado entre las protestas de las mamas), y, mientras una de ellas quiso platicar en privado brevemente conmigo, otra, a unos cuantos metros, enseñaba un nuevo canto a quienes me habían acompañado:

Ven, ven, Señor; no tardes,
ven, ven, que te esperamos...

Terminada la fraternal consulta, seguimos hasta el templo: la Parroquia de nuestra Señora de Guadalupe, en Puerto Balleto, Nayarit. En la explanada que le hace frente, sentados, varios compañeros jugaban con corcholatas damas españolas Me uní al grupillo, y perdí varios juegos. Afortunadamente, no quise apostar en ninguno de ellos.

Al toque de lista nos dirigimos a la cancha. Esperé todavía a que quienes me habían acompañado a Morelos salieran del cubo en donde está la mesa de la lista, y, con ellos y otros dos amigos, recorrí las tres calles que nos llevaron al sitio de los albergues de solteros.

Cada quién fue quedándose en el suyo, y, ya solo, llegué a la casa minutos antes del toque de silencio.

No hice sino matar unos cuantos pinacates, encomendar mi espíritu al Señor y entregarme cuanto antes al sueño. Seguía bastando una sábana, aun con la ventana abierta; pero el ventilador ya no era necesario.

Eran ya las once, cuando fui despertado por los varoniles gritos de padre, ¡padre Félix! Me vestí lo indispensable, y salí a la puerta, para recibir el recado escrito que textualmente transcribo:

C. Trabajador Social Religioso (Padre):
Presente.

Con autorización de la H. DIRECCION, se ruega a usted, que a partir de las 05.00 Hrs. comunique atraves [sic] de sus aparatos microfonos [sic], que todas las personas que tengan gallinas y aves de corral, a partir del sábado deberán encerrarlos en sus gallineros, advirtiéndoles [sic] que gallina o ave que se encuentre suelta será confiscada, para beneficio de los comedores Generales y de niños.

ATENTAMENTE,

etcétera; y el infalible y autoritativo sello con el águila que devora una serpiente.

Prometí dar oportunamente el aviso (que luego coloqué sobre el buró), y me volví a la cama, riéndome un poco con Dios de ese mundo tan curioso y sin duda tan cercano de su paterno corazón.



Jueves:

Cada vez batallo más para arrancar la datsun por la mañana. La ventaja es que de la casa del padre el camino es de bajada. Vino al fin a arrancar al lado de los albergues, ya para llegar a la central eléctrica. Pero, en fin: no llegué demasiado retrasado a la misa de las mamas.

Sólo la rutina me había llevado a ella: la semana pasada la misa vespertina fue para Nayarit y Rehilete, y, por tanto, hoy será para Hospital. A ella asisten todas las hermanas, incluso la que siempre está de guardia en Hospital, y quedamos en que no habría misa en la mañana; pero no se vaya, padre: si nos espera un momentito, de una vez le servimos su almuerzo, que al cabo ya está casi todo listo.

El 'casi'' fue como el de casi todas las mujeres (que también lo son las monjas), y entablé larga conversación con los dos comisionados, que como yo esperaban desayuno.

De regreso llegué al taller de la colonia, para que revisaran la camioneta. El maistro no estaba en el momento, y la dejé, tras explicar la falla: quizá algún aislante defectuoso, que descargaba por las noches la batería. A pie a casa, atravesando por los albergues.

Dos o tres compañeros barrían las hojas secas de los prados, y otro aseaba ya los baños. Más adelante, ya para entrar a Bellavista, un grupillo sudaba en el rebote: quizá habían terminado demasiado pronto su melga; quizá no entraban hasta el turno de la tarde.

Se me olvidó ayer echar a remojar la ropa; pero el detergente dio pronto cuenta de la mugre. Ni faltó quien se ofreciera a ayudarme. Si quieres, tráete tu garra y la lavamos juntos, le dije; pero la había lavado él el otro día. Su charla me alivianó la faena, y acepté me ayudara él en la tendida.

Lo despedí con tacto, para escribir algunas cartas: a mi mamá, a algún amigo de Chihuahua, y, al fin, ya hacia mediodía, otra a un pueblo de nombre purépecha para mí casi impronunciable: El compañero michoacano había ido puntualmente a la cita, y le escribí la carta que para su primo dictara. Con satisfacción y esfuerzo puso él su nombre al calce de ella, fruto de su asistencia cotidiana a la alfabetización de adultos.

Más tarde de lo previsto, salí a paso acelerado, buscando las calles menos transitadas: quería evitar saludos y pequeñas conversaciones que retrasaran mi camino.

La cancha de futbol, las derruidas cabañas de otros tiempos, el tiradero del Programa de Regeneración Urbana, la plaza de la Dirección nueva, y, al fin, el cuartel de la Marina.

Los guardias estaban avisados y no me detuvieron. Uno de ellos me acompañó hasta el comedor. Obedeciendo órdenes, la Infantería interrumpió su quehacer y se puso de pie atrás de las bancas. Los oficiales, en su mesa, no habían aún empezado. Agradecí a todos el saludo, pedí disculparan mi breve tardanza y rogué a todos se sentaran.

En la mesa de oficiales, con el Comandante de la Compañía y con un Teniente de Fragata, sobre inmaculado mantel de la Armada Mexicana y con cubiertos de la misma, fui dando cuenta de las diferentes especialidades de la casa: coctel de calamares, caldo de pescado, arroz blanco, barbacoa de caguama y frijoles.

Ya para el café los infantes se retiraron marcialmente, y yo seguí preguntando sobre los programas de la Naval de Antón Lizardo e intercalando alguna que otra noticia del abuelo marino.

Somnoliento ya recorrí el cuartel, lleno de reminiscencias sanangelescas; y, aunque insistí en ir a pie, un yip de la Marina me dejó en la puerta de la casa. La siesta fue más breve de lo que hubiera yo deseado, y por algunas horas siguió pataleando la caguama, que, por lo demás, estuvo sabrosísima.

Me buscaba un colono, casado, que deseaba platicar un rato con el padre. Pude darle alguna orientación y algún consuelo..., y un poco de ropa de segunda, de la que para ese fin recibe el padre de sus bienhechores.

Bajé de nuevo hasta el taller, para ver qué pasaba con la Datsun. La batería ya no sirve y hay que comprarle otra. Dado que el problema no es muy grave, quizá lo más atinado sea esperar a que regrese el padre Trampitas, para pedir batería nueva a Mazatlán; pero, en todo caso, será conveniente acudir a la madre superiora, que es la que en ausencia del padre tiene el poder para disponer de los centavos.

Ya con camioneta, resultó fácil llevar a algunos a Hospital para la misa. Las hermanas ya habían buscado a todos los del campamento, y poco a poco las bancas del pequeño templo se fueron llenando.

La misa se retrasó más que de costumbre, pues el padrino no llegaba. Al saludo inicial siguió un aplauso para el nuevo cristiano: un gordito de unos diez días de nacido. Se profesó nuestra fe oportunamente y se hicieron las promesas, y antes del ofertorio fue el bautismo. Los colonos y las mamas se alternaban en los cantos.

Las hermanas nos invitaban a cenar; pero me pareció éramos demasiados. La datsun nos llevó a la cancha, a ver las últimas canastas del partido Tijuana - Infantería de Marina.

No terminaba aún el partido, cuando un amigo se acercó a platicar algo conmigo. El asunto ameritaba discreción, y nos apartamos a una banquita, junto el quiosco.

La mayoría de los tijuaneros eran de Salinas, y pronto me rodearon para pedirme el raite a su campamento. Pasamos a que se reportaran a la Mesa de Control y Vigilancia, y al que platicaba conmigo se le concedió permiso de acompañarme. Incluso se le tomó lista en ese momento, por si no alcanzábamos a regresar a tiempo.

Llevó poco el viaje de ida y vuelta, y en la garita bastó decir que eran jugadores de Salinas, y que yo sólo iba a dejarlos, de entrada por salida. Dio tiempo todavía con ello de que al llegar a la casa calentáramos el compañero y yo unos frijoles e hiciéramos unos huevos estrellados, cenado todo de carrera, porque era casi ya la hora del toque de silencio.

Anoto sólo el terminar el día que el aviso de las gallinas y aves de corral fue dado, no sólo a las cinco de la mañana, sino otras dos veces entre día. Y que el mismo se repitió viernes y sábado.



Viernes:

A la oración y a la música matutina se añadieron dos avisos: Uno, el de las aves de corral; otro, de significados muy diversos: ¡el del barco!

El viernes es 'día de barco', y de él y para él vive la Isla: En el barco llegan las visitas, las cartas y las provisiones, y en él ha venido llegando la población toda de la Isla; y en el barco, a través del agua, se alcanza la libertad.

El aviso formalmente se refiere a la necesidad de enrolar a las visitas que han de salir en el barco; sea las que el mismo día llegan, sea las que han venido por una, dos o tres semanas. Pero, para uno, el aviso significa que llegó la hora de partir al Continente; para otro, que en unas horas más se verá con su madre o con su esposa; y para otros simplemente (¡simplemente!) que habrá que descargar a lomo varias toneladas de cemento.

Al ir a la misa con las mamas paso casi necesariamente por el muelle: Dompes y picóps se encuentran alineados, y un buen grupo de compañeros espera en bancas y guarniciones; pero aún todo está tranquilo. Desde el tramo costero del camino escudriño hacia el norte el horizonte. Estoy cierto de no ver nada todavía; pero no por ello dejo de hacer la solidaria pregunta que todo mundo hace: ¿no se ve nada todavía?

En la misa el barco está también presente: Por las señoras y niños que maldurmieron la noche en el barco; por los que hoy salen libres hacia el Continente, para que conserven o encuentren allá la verdadera libertad de Cristo; por las familias campesinas u obreras que con gran esfuerzo enviaron giro al padre, al hijo o al esposo prisionero; por las familias que llegan a vivir a la Isla, y especialmente por los niños; por los hermanos que cargan y descargan el barco, para que su trabajo no los agobie demasiado; por todos los que aún no pueden salir en este barco, para que les conserves la esperanza de una vida nueva;..

Se ve ya más de medio barco al salir del desayuno, y me guío por el deseo de verlo entero: Con dos compañeros subo a la torre del templo parroquial, y, desde arriba, bajo las enormes campanas de bronce, veo cómo poco a poco se va acercando el Zacatecas.

Está, por cierto, para caerse el badajo de la campana mayor, y lo descolgamos para llevarlo al taller a que le rellenen de bronce la hendidura que en él ha ido tallando un eslabón de hierro.

De la altura se dominan Balleto y sus alrededores:

Al frente, en línea recta, dos cuadras de avenida principal, con camellón de palmeras y cuidadoso empedrado, que une la puerta del templo con el muelle. A ella dan la biblioteca, el almacén, la gasolinera, la llantera, la oficina de Prodinsa (monopolio industrial de la Isla), el parque y, frente a él, al lado del templo, la escuela.

Hacia la izquierda, tres o cuatro cuadras de blancas renovadas viviendas, con techos de asbesto; y más allá de ellas, la embotelladora y la lechera, las canchas y el rebote, y los albergues de solteros. Al fondo, el campamento Bellavista, con sus casitas rojas para las familias; y, a distancia, los campamentos de Rehilete y Nayarit.

De la avenida principal hacia la izquierda, el resto de la vida de Balleto: la Dirección vieja y la cancha, las oficinas del PRU (Programa de Regeneración Urbana), los albergues viejos en uso hoy como albergues de visita, la zapatería y la sastrería, los talleres mecánico y de automóviles, el Mariana, la pesquera, la carpintería, la henequenera y la planta eléctrica.

Y hacia allá mismo, más lejos, el campamento 1º de Mayo, exclusivo para los empleados, frente a Bellavista; la quinta del Director, en Nayarit, y, frente a él y a Rehilete, la pista aérea, única cinta pavimentada de la Isla; y, en fin, donde ya da vuelta la carretera, la playa de Chapingo, con su agua multicolor y siempre tibia.

Al otro lado de la avenida principal, sobre la calle costera y frente al malecón, el telégrafo y el correo, siempre concurridos; la Dirección nueva, con su plaza de concreto al frente y con las oficinas principales en el interior; la casa del Comandante y el cuartel de la Marina, con bandera nacional honrada a mañana y tarde e izada todo el día; y, a la distancia, el Hospital, el templo de Belén, las huertas y casitas que los rodean y una partida de marinos.

Más allá, frente a la curva del camino que va para Salinas, el cementerio: unas cien tumbas encaladas y algunos montículos entre ellas, llenas de historias y de nombres, muchos de ellos retenidos sólo en la memoria del padre: allí están el Sapo y el Chasís, Victoria y Elba; allí hace poco fue sembrado el cuerpo del Cacerolo, mientras él encontraba la más verdadera y definitiva libertad, en casa de nuestro Padre.

A la espalda, las montañas, en que pequeñas milpas lunarean de verde claro el verde obscuro del bosque tropical, y, en la más alta de ellas, la antena, a la que se llega fácilmente por diez kilómetros de terrecería y desde la que se contempla mar por todos lados: desde ella alcanzan a verse las cuatro islas, y, en amaneceres despejados, las cumbres de las montañas nayaritas.

El Zacatecas, viejo dragaminas, ha atracado ya en el muelle, y en un extremo de él hormiguean las visitas, esperadas por los visitados en el otro extremo. Una picop lleva ya las bolsas con la correspondencia, y no tarda en iniciarse la maniobra de la descarga.

Bajamos de la torre, y hago como que voy a algo en la datsun hacia el muelle. Inmediatamente surte efecto: Padre, ¿no nos puede dar un raite a Nayarit?', pide confiado un campesino del sureste, rodeado de enrebozada señora y enchamarrados niños, de maletas de hojalata, bultos de cobijas, cajas, de cartón y estufa de petróleo.

Y siguen uno a otro los raites, a Bellavista, a Rehilete, a 1º de Mayo, aquí nomás, a Balleto, y alguna petición rehusada, al Aserradero o hasta Bugambilias: Andele, curita; ¿qué le cuesta? — No tengo chance, carnal..; pero no tarda en salir pa'llá un dompe del PRU.

Ya se me había hecho notar dos o tres veces un amigo cercano, y dos o tres veces le había indicado que me esperara tantito: Tenía interés en que conociera yo y tratara a la 'visita conyugal', para la que tenía permiso de ocho días. Les ayudé a llevar breve equipaje al albergue de visita que se le había asignado, y fuimos por otras cosas más al albergue de solteros en que vive.

Saludé a la mujer, y ayudé a arreglar el cuarto: ya en ratos libres Io había encalado mi amigo, había arreglado la instalación eléctrica, y había conseguido prestadas mesita, cama y estufa de petróleo. Abundaban las noticias de la ciudad y familia lejanas; ilustradas con las fotos del hijito de tu hermana, al que ya no conociste, del otro, el mayorcito, ¿te acuerdas?: nació cuando ya estabas torcido, pero una vez ella lo llevó a que te visitara en la pinta.

Se acerca ya la hora de comida. Dejo semiinstalados a mis amigos, y me voy al almacén: Mi tata: aquí tiene unos bultitos para usted. Voy por un miembro del Cuerpo de Seguridad, para que ritualmente los revise, y pronto se me entregan: Seis cajas grandes de cartón, llenas de ropa usada y de zapatos, remitidas al

P. Trampitas
Agencia Comercial de Islas Marías
Mazatlán, Sin.,

dos desde Monterrey, una desde Coatzacoalcos y tres desde México, D.F.

Llevo los bultos a la casa, y me voy a comer con las hermanas. Al llegar yo, están ellas en el templo, terminando alguno de sus rezos. Entro a espiar en la cocina: sobre la placa de hierro del fogón, alimentado con leña de cedro, hierve un cocido de res y de verduras, y, en un rincón, se mantienen calientes el arroz y los frijoles.

Mientras ellas terminan de rezar, empiezo a calentar las tortillas; pero pronto soy desalojado y llevado al comedor. Allí se inicia la danza de las hermanas, a vuelta y vuelta a la cocina: ¡Al fin, mujeres, llenas de instintos maternales!: otro platito limpio, para que ponga los huesos; déjeme, le caliento las tortillas, que ya se han de haber enfriado; parece que su vaso está un poquito sucio; el agua caliente para su café, y la taza que le gusta... ¡Los deseos, reales o supuestos, adivinados en el padre parecen para ellas órdenes de Santa Obediencia, ejecutadas por amor a Dios y para salvación de todas las almas!

La conversación fluye, y en ella ocupa el barco un buen espacio: quién llegó, quién se irá, si trajeron coles o cebollas, y lo que pasó una vez, cuando llegó de visita nuestra madre.

Espero a que den las tres, para que abran el correo. Fuera de él, una multitud espera: están terminando de acomodar las cartas, y pronto se inicia la lectura de los destinatarios, para irlas entregando una a una. Si tu nombre se te pasa, no te queda sino esperar a la segunda vuelta.

Colorado de vergüenza, pero seguidor de tradiciones y prácticas establecidas, entro directamente a la oficina, y con trabajo y alguna ayuda organizo todo en un único viaje: periódicos de ocho días para la madre superiora, tarjetas de navidad, Vida del Alma, un cerro de cartas (varias de ellas certificadas) dirigidas a Trampitas, algunos impresos, y, entre todo, una carta a mi nombre, en la que reconozco inmediatamente la letra de mi madre.

Acomodo todo ello y voy a casa. Dejo casi todo en la datsun, para entregarlo más tarde a las hermanas, y bajo sólo mi carta y dos o tres impresos: Reconozco en uno las Noticias de la Provincia Mexicana, y en otro Esquila Misional y Aguiluchos. No van dirigidos a mi nombre, pero juzgo poder leerlos sin incurrir en delito federal de violación de correspondencia.

Me quito algo de ropa, para sudar menos en la siesta, y, de barriga en la cama, devoro la carta de mamá: noticias de los nietos, y de que ya pintaron la pared de la escalera, donde estaba la humedad. Todos estamos bien, no te preocupes; y que Dios te siga ayudando mucho a hacer el bien a esas gentes tan necesitadas. Y, ojeadas apenas las Noticias Breves, me quedo dormido para un rato, con algún saborcillo de tristeza por el hermano que se retiró de nuestra Compañía: ¡quizá no lo hubiera hecho, si hubiera conocido la Isla!

Me ayuda luego un compañero a abrir las cajas de la ropa, para revisarla y reacomodarla toda ella. La de hombre queda separada en la casa: pantalones, camisas, unos cuantos suéteres; la de mujer y la de niño vuelve, separada, a las cajas, para que sea llevada al Hospital, a las hermanas.

Aún el sol está elevado, cuando llevo cajas de ropa, periódicos y cartas a las hermanas. Me detienen frente al correo: hay también allí un bulto para el padre. Firmo con mi nombre, y recibo una cajita: las hostias que regularmente envían de Mazatlán unas religiosas para mí desconocidas.

Entrego todo, y vuelvo a casa, para leer, ahora sí, con calma, las Noticias de la Provincia. Inicio apenas la lectura, cuando llegan a despedirse dos, a los que les llegó la libre. Apenas los conozco, y me duele no tener con qué ayudarles, pues el. pasaje de Mazatlán a Mexicali cuesta algunos pesos. Parece que antes de salir les entregarán en la Administración lo que han ahorrado, y con ello tranquilizo mi corazón (que mi conciencia no se había turbado).

Platicamos entonces de sus planes inmediatos: uno, tratará de colarse al otro lado, más que sea para pixcar el tomate o la cebolla; el otro, pasados unos días con la familia, tratará de llevarlos a todos a un rancho cerca de Fresnillo, donde aún vive su padre: Allá podrá empezar una vida nueva, sin pisto, sin mota, sin chiva y sin coloradas.

Les aseguro que Dios irá con ellos (¿qué otra cosa tiene segura quien sale de las Islas?), y acaban por pedirme que tengamos una misa de despedida. La idea me parece buena. Se despiden, para arreglar sus cosas, y para ver si alcanzan a vender en ochocientos pesos una grabadora (que apretándole aquí, todavía suena); y vuelvo yo a las Noticias de la Provincia.

Anuncio la misa por micrófono, y salgo a buscar quién cante en ella: siendo viernes, no hay escuela, y la misa podrá ser como a las siete: La comunidad cristiana de la Isla se reunirá en el templo, a las siete, para despedir a quienes salen libres y rogar a Dios por ellos y por quienes se quedan.

Las tres llamadas reglamentarias logran reunir a unos ocho adultos: los que no se pierden una misa, y acuden a ella dos veces los domingos; y unos doce o quince niños -los de siempre- juguetean frente al templo, y me insisten en que quieren llevar las ofrendas o preguntan si cantarán Alabaré o si habrá dulces.

A las siete y diez empieza la misa. Rogamos en ella a Dios por los que salen libres, que no asistieron probablemente porque tenían muchas cosas que hacer antes de salir, y abrevio la homilía, para estar cuanto antes en el muelle.

Hoy la lista no tiene hora fija: se pasa a la hora en que empiezan a llamar para el barco. Este ha sido ya cargado, y nos arremolinamos todos frente al muelle: visitas salientes, libres, las religiosas (porque se va libre Zutano, que trabajó un tiempo de chofer con ellas), los de Seguridad, Oficiales y tripulación del barco, y numerosos colonos que acuden a la liturgia semanal del barco, entre quienes se distinguen los vendedores de artesanías: collares de carey, llaveros, barquitos embotellados, vírgenes talladas y fruteros de chillantísimos colores.

Para quienes no despiden a su familia o a su visita, el centro de atención son los libres: Bromas, encargos, recuerdos, recomendaciones... La carta es para mi carnal, y ojalá le expliques cómo está lo de Prevención Social; ¡Felicidades, carnal: ya se te hizo! Ya luego la guachamos; ¿Te acuerdas, cuando nos trajeron de Ti-Yey, el desmadre que se armó la segunda noche en el barco?; Móchate con una garrita: tú ya no la necesitas; Por acá te esperamos de nuevo, carnal...

El toque de lista reduce el grupo a unos cuantos: Unos abrazos precipitados, y sólo quedamos los que se van y los libres. Todavía un viejito me alcanza a pedir un recado para el cura de su pueblo, en que le diga yo que él siempre iba a la misa. Y uno a uno van siendo llamados los enrolados en el barco, para irse retirando, a lo largo del muelle, hasta abordar el Zacatecas. Pienso con tristeza en la noche que les espera, en la cubierta del Zacatecas, y tal vez otra más negra al llegar al Continente. Y camino hacia la casa, solo, me sorprendo cantando lo que domingo a domingo repetimos:

El Señor habló claro y hemos de creerle,
pues es Dios y no puede engañar:
Es a los más débiles a los que él prefiere
y en ellos con nosotros siempre está.

Estoy todavía friendo los huevos, cuando suena la sirena del barco, y, a los pocos minutos, el toque de silencio. Durante mas tiempo que otros días oigo el tic-tic del despertador, y me repito esperanzado: es a los más débiles a los que él prefiere. ¡Por eso, Señor, tú eres nuestro Dios y sólo tú puedes serlo!



Sábado:

Religiosamente se repitió desde las cinco el aviso de las gallinas y las aves de corral, y el día se inició como cualquiera otro entre semana, Sin embargo, quitado el freno y, sacado el cloch, la datsun no se dejó ir por la pendiente. Hube de cambiarle una llanta trasera, y de llegar con ello tarde a misa. No perdieron tiempo las hermanas, pues adelantaron uno de sus tantos rezos.

Terminado el desayuno, visité en el hospital a un compañero: pelo cano, 45 o 50 años, de Monterrey, pero torcido en Ciudad Juárez. Todavía le dolía el índice izquierdo.., ¡que desde horas antes le había sido amputado!: se lo había destrozado en la desfibradora, al empezar apenas la jornada. Conservaba el buen humor, y agradecía a Dios que la cosa no hubiera sido más grave.

Aproveché también para saludar a una señora, cuyo minúsculo sietemesino lleva ya varios días en la incubadora. Todos los días su marido la visita, y ambos están agradecidísimos a las madrecitas y a los médicos. Le dije que el bautismo no era urgente, y que podíamos esperar a que el niño estuviera en su casa, con sus hermanitos.

Cumplida la primera tarea: llevar la llanta a la llantera (Estará para la tarde, porque tengo que sacar una del trascavo, que me da mucha carrilla), llegué al saloncillo anexo al templo. Ya me espetaba el hacendoso sacristán y velador del templo, que no puede hacer trabajos pesados, por estar enfermo de la columna; pero que jamás se retarda en las llamadas a misa o en encender los aparatos de sonido a los tres para las cinco de la mañana.

Pensaba él que se trataba, como siempre, de una barrida y sacudida; si acaso, una trapeada; pero poco a poco fue entendiendo que algunas cosas habrían de salir de sus dominios; las tablas viejas, a la carpintería de la colonia; los santitos arrumbados, hasta el coro de la iglesia; los floreros rotos y los adornos viejos de papel de china, a la basura; sonajas de hojalata y capas roídas de ratón, al monarca que prepara con los matachines la danza de palma para el 12 de diciembre; libros profanos, a la biblioteca pública, dependiente de la S.E.P.; cuadernos a medio uso y hojas en blanco, a las hermanas, para los niños de la escuela, y a ellas también cuadros bíblicos con ángeles afeminados y paisajes italianos; revistas viejas, a la casa del padre, para repartirlas cuanto antes a los colonos; y polvo y más polvo, a los pulmones del sacristán, del padre Félix, y de dos compañeros que se acomidieron a ayudarnos. No quedó el trabajo terminado; pero, a la tarde podrá ya usarse el saloncito: Hacía falta, para los jóvenes, un sitio de reunión en que se pudiera fumar, y que no fuera la vía pública. ¡Ya lo estrenaríamos por la tarde, en la primera reunión de estudio bíblico!

Lo mejor de la mañana fue, quizá, además de la recuperación de espacio, recuperar también cerca de doscientos ejemplares del Nuevo Testamento, llevar a las hermanas (a ver qué hacen ustedes con ellos) un costal de rosarios de semilla llenos de gorgojos y, dejar en infiernillo, en caja de cartón bien amarrada, unos cuarenta Llamamientos al Amor, de sor Josefa Menéndez, que allí se sentirá como en su casa.

Al terminar de comer con las hermanas, hice lo que no alcancé ya a hacer por la mañana: completar mi despensa. Huevos y frijoles cocidos, las mamas se han encargado de que no me falten; pero lo demás ha ido saliendo de los centavos que el padre me dejó antes de irse:

Arroz, sopas de pasta, aceite, latas de chiles (para las visitas), ajo y cebolla, jitomates, azúcar, detergente y papel sanitario. ¡Ah!: y tres paquetes de cigarros, pues hace tiempo opté por nunca negar un cigarro y aun por ofrecerlo a cuanto compañero me encontrara. Leche en polvo y maseca, no hacen falta, pues quedan todavía de las que dejó el padre.

La verdura y los cigarros al refrigerador, y lo demás se queda para acomodarlo luego, pues la hora y la digestión invitan al sueño.

Apenas son los tres, y recorro a pie albergues, sitios públicos y casas: Espero poder reunir siquiera a veinte compañeros para la reunión de la tarde. Después de un rato de pura botana, con cinco de ellos se inicia la reunión, como a las cuatro y media: anoto las preguntas que plantean, y que prometo organizar e ir comentando los sábados siguientes; ¡como si los mismos cinco se fueran a presentar cada semana!

Tras media hora y una antes de la misa, llega el guitarrista; y la Biblia cede su lugar al ensayo de los cantos. Durante él crece el grupo a nueve o diez colonos, a los que se añaden doce niños, que entrecantan y entrejuegan. Pero, en fin: ¡se completaron los veinte!

La melodía ya se la saben, de otro canto; pero la letra es nueva, y hay que ver cómo se acopla, y aun hay que ir tratando de retenerla en la memoria, pues la máquina no dio sino para una cuarta copia, ya del todo casi ilegible:

El Señor nació en Belén
en albergue miserable,
para que nadie desprecie
a los pobres que se halle...

Magdalena se acercó
a Jesús, avergonzada;
y el Señor la perdonó,
porque vio cuánto lo amaba...

El Señor lavó los pies
a los que eran sus hermanos,
para darnos un ejemplo
a nosotros, los cristianos...

Pedro fue quien lo negó,
porque era un santo cobarde;
mas Jesús en el confío:
¡del Reino le dio la llave!..

Al morir el buen ladrón
se portó como un amigo;
y el Señor correspondió:
'Hoy serás libre conmigo'...

Una a una van pasando las estrofas, y una a una las voces se van acoplando. Melodía, ritmo y armonía expresarán la pobreza de los ejecutores, y la letra dejará ver que el juniorado del poeta fue muy breve; pero, al menos, el mensaje parece cristiano y el canto se alargará lo suficiente para que alcance hasta que el último comulgue...

Y, al fin, empieza la misa. Leerá uno de los profesores, y sería ofensivo ensayarle la lectura. ¡Qué alegría cuando me dijeron: 'vamos a la casa del Señor'!.. y con la autoridad de Jesucristo, que, como comisionado suyo para ello he recibido, a todos los que estén arrepentidos y quieran recibir el perdón, yo les perdono, por el sacramento de la penitencia -el que antes se llamaba confesión, todos sus errores y sus faltas, todos sus delitos y todos sus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Terminado el bautismo, antes de la Ofrenda, en ella un detalle me conmueve: al lado del pan y del vino, entre los dulces y las flores que se van haciendo ya costumbre, queda, colocada, cerca de una guayaba apachurrada, una plancha en buen estado, que un colono ofrece a Dios al compartirla con alguien más necesitado:

De una vez les aviso que, al terminar la misa, mientras los jóvenes que me ayudan reparten los dulces afuera del templo, voy a rifar aquí mismo la plancha; para que al terminar se acerquen las señoras que tengan interés en ella; y una de ellas, o no escuchó bien o lo tenía muy grande, pues no empezaba yo el prefacio cuando quería llevarse ya la plancha..; pero no faltó el sacristán, y con buen modo la detuvo.

La rifa fue sencilla: Hagan dos grupitos, y escojan una mano, y Las que ganaron, divídanse, dos pa' cada lado. Una de las dos finalistas se retiró cristianamente, y la plancha fue para la otra: Mejor que sea para ella, padre; porque yo tengo una viejita, que todavía me sirve. ¡Bendita ofrenda la que se puede compartir con los hermanos, y bendito Espíritu de Dios, que empuja a compartirla!

Papás y padrinos insistieron en que cenara yo con ellos, y en que me acompañaran los jóvenes que cantaron tan bonito. Chocolate en abundancia, galletas con atún y frijoles. Y, en seguida, al baile todos, que ya había comenzado.

Finalmente pagué los cinco pesos de entrada, por los que se me prendió un listoncito azul con un alfiler en la camisa. Mis acompañantes se dispersaron, y yo me quedé a la luz, cerca del conjunto. Esta noche se turnaban el del Pacífico, el del Mar y el Norteño. Yo, por prudencial convicción, y la mayoría de los demás por imposibilidad práctica, de los solteros casi nadie bailó.

Sólo uno que otro casado autoriza a su mujer a que baile con otro, y solteras no hay sino menores de 13 años. Sólo, pues, tres profesoras y quienes ejercen el oficio más antiguo del mundo están disponibles para el baile. Total: en los momentos más animados, unas veinte parejas, rodeadas por más de cien mirones antojosos, iluminados por discretos foquitos rojos y azules; todo ello en pista encementada, separada apenas por un barandal del mar océano y con un techo infinito, repleto de constelaciones.

Cercano al gigantesco bafle, sólo podía yo estrechar manos en complicados saludos de más de cinco tiempos y tratar de descifrar labios en movimiento. Me dirigí, rodeando, al otro extremo, a la mesa de presidencia, a saludar un momento al C. Director:

Norteño de 29 años, barba discreta, satisfecho y enérgico, entusiasta y a veces problematizado, carga con la suprema autoridad y responsabilidad en el Archipiélago de las Marías. Yo preferí siempre verlo como amigo, y, como tal, me invitaba a cenar a su mesa. Le acepté sólo un café, pues ya había yo cenado, y en lo que duró conversé algo con él, y con su tía, que estaba de visita.

Me excusé, y fui a sentarme al barandal, con tres de los colonos: Para ellos fui a la Isla, y procuré siempre compartir con ellos la mayor parte de mi tiempo. Contemplábamos el baile, riéndonos un poco de las artes de Terpsícore: cada quien baila al estilo de su tierra los más variados ritmos, que el conjunto va ofreciendo; y lo mismo en un vals que en una cumbia se ven pasos o figuras que asemejan al roc o a la bamba, desde el bamboleo de pies inamovibles de las parejas tijuaneras hasta el baile suelto y zapateado del antiguo folclore mexicano. Sólo un compañero, colorado él y de pelo ya canoso, supo adaptar ritmo, movimiento y paso a cada estilo diferente: vals, roc, cumbia, danzón, polca, mambo, jarabe, blus o lo que fuera...

Así dieron las once de la noche, sin gota de alcohol y con chorros de alegría, en la demostración más plena de la capacidad del mexicano de olvidar y divertirse. Sólo la entorpecían quienes, a nuestra espalda, en una extra, cargaban un dompe de gravilla de la costa, y sólo vino a interrumpirla, pasaditas las once, el toque de silencio, que nos mandó a todos a la cama.

La lista había pasado, como todos los sábados, a las seis de la tarde; y, como a las diez, se habían retirado ya, para abordar los troques, quienes al baile habían venido de Salinas, de Bugambilias y del Aserradero.



Domingo:

El día del Señor empieza de lo más tranquilo: Diana y lista se retrasan a las siete, y no toca poner música. Las labores se suprimen, salvo unas cuantas más o menos indispensables (ordenanzas, telefonistas, cocineros...). La primera misa es a las diez, y me basta con salir de la cama cerca de las ocho y media. ¡Qué bien caen esas tres, de sueño, apenas, es cierto, entredormidas, pero que vienen a hacer que el domingo sea domingo!

Desayunado solo en la casa de las madres (pues ellas llevan horas ya despiertas), llego al templo a eso de las nueve y media. Acaba de dar la primera llamada, y así lo hago notar por los aparatos de sonido: Todos están invitados a la reunión semanal de los cristianos, para agradecer a Dios sus beneficios, para escuchar la Palabra del Señor, para alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre, para encontrarnos unos a otros los cristianos, para festejar nuestra común esperanza, y para llenarnos de ánimo para la semana que comienza.

Cerca de cincuenta personas me acompañan en la misa, a más de los omnipresentes y siempre juguetones niños. Lecturas, cantos y homilía sirven a la vez de ensayo para la misa de la tarde. Trabajan los ventiladores tiempo entero, e insisto al sacristán en que abra todas las ventanas, aunque se apaguen las velitas. La Virgen de Guadalupe, a mi espalda y desde lo alto, contempla con amor a las familias endomingadas.

Dos de ellas, de colaboradores más cercanos del padre y de las religiosas, están invitadas por mí a dar la vuelta a la Isla. Otros tres colonos, miembros del coro, nos acompañan. Total, conmigo, ocho adultos y cinco niños. Afortunadamente, la datsun puede con una tonelada, y la refacción está recién desponchada y con sus 26 libras medidas al buen tanteo.

Lo primero, antes de salir, el permiso: No lo tramité antes, pues hasta la mera hora no se sabe a ciencia cierta quién podrá acompañarme. Por lo demás, es el orgullo de la Mesa de Control y Vigilancia trabajar 24 horas al día y 7 días a la semana, aunque haya que dar cuatro vueltas a Balleto para encontrar a quien ha de firmar el Memorándum con sus cinco copias.

Unas tortillas dobladitas, que todavía están calientitas'; una ensalada de papas con atún; un paquete de pan bimbo; y ya el Señor nos dará con qué completar la comida. Lo que sí, por no tentarlo, hemos de cargar con buenos garrafones de agua.

El permiso es muy explícito: para que salgan en plan de paseo, pesca y baño, y en ese plan salimos. Para las señoras y los niños se trata, además, de ir a recorrer un mundo desconocido, y para los solos niños (algunos de ellos nacidos en la Isla), a juzgar por sus reacciones, probablemente también de abordar por vez primera un medio de transporte también desconocido.

Frente a la planta eléctrica tomamos la carretera perimetral, que inicia sus cincuenta y cuatro kilómetros dividiendo los campamentos de Bellavista y Primero de Mayo, y, después de atravesar, como calzada recta, los de Rehilete y Nayarit, pasada la curva de Chapingo, sube unos cuantos metros, para encontrar, a su derecha, sobre un promontorio rocoso, el primer puesto de vigilancia de la Infantería de Marina: el que mira hacia el norte, y domina el paso de mar entre María Madre y San Juanico.

A poca altura, sigue costeando la carretera. Los cortes de las formaciones sedimentarias hablan de fuertes movimientos telúricos, alguno de los cuales formó, hace miles o millones de años, el 'ojo de buey', interesante repliegue en que las capas geológicas forman una especie de C, que casi se cierra en circunferencia.

Pasamos bajo un árbol grande (desafortunadamente no distingo un guayacán de un guamúchil, pues ni mi extracción tacubayina ni mi inserción escolástica me dan para ello): bajo é, asegura el Tata, se concentran las tortolitas; y, en efecto, a nuetra llegada se alborotan y dispersan en gran cantidad ellas, como estudiantes a la de los granaderos.

Las 'curvas peligrosas' estén claramente anunciadas, en avisos que piden que se toque el claxon y se transite a 15 k.p.h. Dejamos a la izquierda el antiguo camino a Aserradero, que se interna como serpiente en la selva montañosa, y, siempre costeando, pasamos por una anunciada 'zona de derrumbes', en la que cuatro o seis terrones grandes de barro a media carretera legitiman el prudencial aviso.

El camino nos lleva de frente a Caleras, ahora sí ya de franca cara a San Juanito: Un turquesa demasiado tranquilo nos persuade a dejar para más delante el baño, y nos detenemos a mirar cómo el mar ha ido corroyendo blancos jacalones y pesada maquinara, testigos aún de que allí se beneficiaba el henequén llevado en otro tiempo hasta allí de San Juanito.

En breve la camioneta lleva a Aserradero, y, poco después, desviándose de la perimetral a la derecha, habiendo atravesado sembradíos de sorgo y cruzado dos o tres guardaganados, conduce a otro puesto de vigilancia: el de la Punta del Morro.

Saludamos a cuatro o seis infantes de marina, que en chores preparan su alimento, y, por sugerencia de ellos, tras contemplar un rato cómo las olas recorren casi perpendicularmente la línea de la playa, bajamos a ésta por una estrecha y empinada vereda.

Mas que de playa, se trata de una superficie pétrea casi horizontal, húmeda siempre por la brisa y por las olas, que la recorren a capricho suavemente, como quien lava un patio de cemento, y llenan de agua los huequillos de la piedra, en donde los caracoles se reproducen a placer.

En unos cuantos minutos, costales improvisados con las camisas quedan repletos de caracoles (que no cumplida su gastronómica misión hubieran de volver al mar por el muelle, permiso previo, muchos de ellos todavía con vida); y reemprendemos la marcha, hacia el campamento agropecuario.

El nombre lo recibe de ser el centro del programa que pretende dar a la Isla una cierta autosuficiencia alimentaria, al menos en renglones básicos, como los de carne y grano; y desde la carretera así lo anuncian algunas vacas lentas no muy decididas a dejarnos el paso y rebaños de cabras o borregos que se escurren hacia un lado del camino con que uno de ellos se anime al primer paso.

El campamento, conocido por todos como Bugambilias (aunque no se ve en él ninguna de ellas), parece estar dormido: Algunos habrán bajado a Balleto, y otros dormitarán tal vez en espera de la hora de la comida..; y algunos, sin duda, estarán trabajando, pues vacas y borregos no saben de domingos, y, como cualquier otro día, reclaman su pastura.

Apenas salidos, nos estacionamos al lado de la carretera, para bajar, con niños menores e impedimenta a cuestas, por el curso seco de un arroyo, hasta la playa. Libélulas, pájaros y viboritas, y alguna iguana pequeña, todavía verde, nos entretienen en el camino; pero llegamos al fin a la Playa del Bote.

La fina y amarillenta arena no ha sido aún profanada por el turismo, y algunos arbustillos ofrecen su sombra a las señoras. Como por instinto, bajo ellos dejamos nuestro cargamento, y, con la ropa adecuada, nos lanzamos corriendo hasta el Pacífico. Cara al mar, San Juanito ha quedado a la derecha. Al frente no estarán tal vez sino el Japón o la China.

La playa es muy tendida y las olas moderadas; el agua, tibia; el cielo, azul verdoso. El tiempo se detiene y la nos empapa la felicidad. No existe otra amargura en ese instante que la de las olas de la mar. ¡Sea Dios bendito, por su generosidad tan sin medida!

Si no calientes, al menos están tibias las tortillas; pero el agua apenas sí alcanza para empujarlas. Recogemos todo, y reanudamos nuestra marcha.

Tras los llanos de Bugambilias, de pronto el paisaje cambia por completo: Ahora las montañas, pedregosas y secas, pierden al mar todo respeto, y se acercan a jugar con él. Cuando no le dejan suficiente paso, la carretera tiene que morderlas. El Espinazo del Diablo divide Camarón Chico de Camarón Grande; y por ahí, entre rocas golpeadas por las olas, hay un faro.

Nos detenemos cerca de él, entre las piedras, y ligeramente nos dispersamos: alguien se va empequeñeciendo entre las piedras, más cercano cada vez a la blanca y móvil alfombra; otro se lanza con alpinos bríos a la fácil conquista del faro; alguna señora, niño en brazos, permanece cercana a la camioneta, y los demás nos subimos a una enorme y alta roca, desde la que se domina el panorama:

La costa toda y el mar cercano a ella son ahora pedregosos, o, incluso, peñascosos, y sólo a distancia se ven como pequeñas cucharadas de arena negra, del mismo color de las piedras. Y, por todos lados, espumas, surtidores y reventazones, que en momentos densifican la brisa, hasta hacerla visibles nubecillas.

Desde una troca cargada de piedra algún grupo nos saluda. Son los compañeros que regresan del matiné del domingo: por haberse quedado dormidos una o dos veces a la hora de lista, hubieron de dedicar unas horas a cargar la troca, esta vez de piedra quebrada a dinamita, para el mamposteo de las nuevas viviendas que se construyen en Balleto.

Seguimos recorriendo carretera negra arenosa, que cada vez va haciéndose más recta, a medida que pequeñas playas van suplantando a las rocas. De vez en cuando alguna iguana se echa a correr cuando nos acercamos a ella; y de vez en cuando también en la playa aparece alguna palapa.

Junto a una de ellas, reconocemos al yip rojo de los electricistas, cerca del cual bañan sus redes algunos pescadores, con el agua a la cintura. María Magdalena empieza a insinuarse a nuestro frente, alta y boscosa, como María Madre, parte también de la Colonia Penal, pero totalmente deshabitada por ahora.

Torcemos hacia la izquierda, dejando a nuestro frente aún algunos kilómetros de playas, y atravesamos algunos zacatales. El mar se ha retirado de nuestra vista, y nada visible recuerda estamos en una isla de sólo 142 kilómetros cuadrados.

Dejamos a mano izquierda la brecha que entra a la Laguna del Toro: cuando en otra ocasión nos internemos por ella, sólo hallaremos un camino cada vez más estrecho, recorrido a veces por alguna recua leñera.

Tomamos, en cambio, a la derecha la desviación a Punta Halcones, para hallar allí, frente a la lujuriosa Magdalena, un tercer puesto de vigilancia, en todo similar a los otros: pequeño cubo de tabique gris y concreto, a la orilla de un acantilado que da al mar.

Los marinos, siempre amistosos, nos saludan, y nos presentan a quien en el puesto les hace compañía: una mansa boa, de unos dos metros de largo, con la que un rato jugueteamos. Aun los niños se animan a tocar, para ver cómo se siente el húmedo y frío pellejito de la boa.

A corta distancia, sobresalen del mar dos rojizas rocas que semejan la enorme cabeza de un indio que nadara de muertito. Rítmicamente el mar las complementa con una cana cabellera.

El tiempo apura, y no nos detenemos ya sino frente a las caleras de Salinas: un compañero de paseo explica brevemente a las mujeres el proceso del quemado de la cal, no como quien sólo lo ha visto, sino como quien ha sudado con larga pala en mano llenando carretillas de cal al rojo vivo.

Quedan a la derecha las playas de Tenerías, y las viejas construcciones donde aún se curten las pieles; y aún no cae el sol cuando pasamos frente al hospital, casi ya para llegar a Balleto.

Ya en casa, descargo los caracoles, como epílogo o colofón de la vuelta a la Isla, y dejo sobre mi mesa la copia del permiso, que nadie nos pidiera en el camino. Un baño de agua dulce resulta oportuno, como preparación para la ya inmediata misa vespertina del domingo. En la ofrenda irán también en ella la alegría de los niños y la felicidad de los matrimonios que dieron la vuelta a la Isla, la amistad creciente entre quienes con ellos fuimos, y mi gratitud a quien me dio la posibilidad de ofrecer fraternidad y descanso a sus hijos.

Al salir al altar, descubro el templo casi lleno. Las bancas, desde luego, no alcanzaron: Son más de cien los colonos que se han reunido a orar conmigo. Los acompañan niños y señoras. Reconozco en el grupo a las hermanas, a los médicos, a algunos otros empleados.

La homilía trata de hablar de lo que estamos viviendo: de la escuela de los niños y de sus fiestas, de la instrucción de los adultos, y, por supuesto, de las aves de corral, que ahora sí ya deben estar todas encerradas. Pero, sobre todo, trata de sembrar amor y esperanza. Y de anunciar la verdadera alegría y libertad: la que se puede vivir ya desde ahora. dentro de esta colonia penal, y de todas las cárceles del mundo; la que brota de la verdadera justicia; a la que el Señor nos invitó con su ejemplo y su palabra; la que queremos construir y la que celebremos esta noche: La alegría y libertad de quien reconoce hermanos en los compañeros, y los trata así en la vida diaria.

Agradecemos en el prefacio al Señor la posibilidad que nos ha dado de vivirla, recordando que Jesús dio su vida por darnos esa libertad a nosotros, y, como muestra de ello, aceptamos la invitación que el Señor nos hace a su mesa: comemos el Cuerpo y la Sangre de Jesús, mientras vamos cantando juntos el Alabaré completo:

Alabaré, alabaré; alabaré, alabaré,
alabaremos al Señor.

Al Señor no le agradan muchas oraciones
ni lo engaña nuestro mucho palabrear:
El lo que quiere es que seamos hermanos
y siempre nos sepamos perdonar...

Para hallar al Señor no hay que buscarlo
más allá de los cielos o del mar:
Has de encontrarlo hoy en tu hermano
que sale contigo a trabajar...

El Señor fue juzgado, preso y condenado,
y purgó su sentencia hasta morir.
Hoy sigue preso: vive en tu hermano.
Compadécete, y no lo hagas sufrir.

Acabada la misa y repartidos a los niños los dulces de la ofrenda, recibo brevemente a dos señoras en la sacristía. Bendigo en casa de una de ellas a un San Martincito Caballero, y alcanzo a llegar a la cancha, al cine ya empezado:

No vi más de cinco minutos de Capulina conquista el Oeste, porque un compañero de Tabasco me dio conversación, y me fui a terminarla con él a una de las bancas, junto al quiosco, hasta el toque de silencio.

Un licuado fue la cena. Las misas, el paseo y la nadada me aseguraron un buen sueño.



Lunes:

Aun mi día de descanso se inicia a la hora de siempre: el saludo, la música, el baño, la oración, la misa de las hermanas y el desayuno. Y, después, a ver en qué ocupar el día.

Primero, al jardín recién sembrado, frente a la casa del padre: Echar petróleo en los hoyos por donde salen las hormigas arrieras, y trasplantar luego algunos platanillos o coyoles, para que poco a poco se vayan extendiendo. Belenes de flores blancas y lilas alcanzan ya para hacer una especie de guarnición a la orilla.

Para esto, dan las once. Ya habrá alguien que vaya regresado de su melga. Busco en los albergues a un amigo, y nos vamos a un remojón tranquilo en Chapingo. El agua, casi inmóvil, es tibia, y la arena del fondo del mar es especialmente templada. Mí compañero supone que tiene que ver con volcanismo. Yo mas bien sospecho que es simple obra de los rayos solares.

Llega para él la hora en que empiezan a servir la comida, y regresamos. Antes de ir yo a comer, me queda un rato para revisar un poco las actividades de la semana pasada, y para programar las de la que comienza: una confrontación sencilla con los 'objetivos' propuestos:

Objetivo central: fomentar lo más posible una experiencia cristiana intensa entre los colonos de la Isla.

Elementos importantes de esta experiencia:

+ Un encuentro con Dios, Padre bondadoso, que nos perdona y nos hace confianza.

+ Alguna experiencia de la fraternidad cristiana.

+ Conocimiento de Jesús y de Israel, a través de la Biblia.

+ Participación en una liturgia viva y significativa.

+ Sentido de responsabilidad misional: llevar a otros el Mensaje.

Y a la luz de esto voy calificando las actividades de la semana, que vienen una a una a mi memoria: la boda en el Aserradero, la misa de las hermanas, la visita a Salinas, las conversaciones frente al templo, la comida con los marinos, etcétera; y hago a manera de propósitos: qué dejar, en qué insistir, qué modificar,..

Mi plan era comer con quienes fueran a nadar conmigo, y así lo había ya avisado a las hermanas. Ya un poco tarde, abro una lata de sopa, y me completo con huevos y frijoles. Y me entrego, sin más, a larga siesta. A la mitad de ella, me echo la sábana, pues empieza a enfriar la tarde.

Silbatazos y gritos más o menos cercanos me despiertan, y me llevan a la cancha: Bajó Salinas a jugar, y el marcador termina tres a cero, desfavorable para Balleto. Empieza a obscurecer cuando voy llegando al templo.

Un rato de conversación en grupo, todos ellos con libros o cuadernos al brazo o en la mano. La hora de la escuela, al fin, me deja casi solo, con un empleado de Comunicaciones y Transportes. Hacía tiempo, me dijo, deseaba platicar conmigo, y, de camino hacia su casa, me invita a cenar al Mariana.

Las puertas de alambre, con resorte, el plafón achaparrado de cartón y la pobreza del menú, lo asemejan a los restoranes en que paran los ómnibus que navegan los desiertos del Norte. En consonancia con este recuerdo, cenamos carne con huevo que de lejos imita una machaca, y tortillas de harina, acompañado con un Tres Marías color naranja, el refresco embotellado en la Isla, con agua semisalobre de la misma.

Otra mesa la ocupan tres médicos, y en otra un grupo de Seguridad platica ante un café que se va enfriando. La mayoría están vacías, y sólo en una de ellas están unos colonos. De éstos, algunos cuantos son clientes asiduos; otros, lo son sólo eventualmente, el día que llega un giro; pero para la mayoría los precios, aunque baratos, resultan prohibitivos.

Acabada la cena y la charla, voy todavía un rato a la oficina de Seguridad, donde en nueva plática jocosa espero el toque de silencio. Minutos después de él, pasaditas las nueve, un yip negro, con luces apagadas, me deja en la puerta de la casa.

Subo agua hasta que el tanque se derrama, reviso el despertador, y me entrego al descanso.



Epílogo:

Transcurrieron así muchas semanas, hasta que un viernes, a las nueve y media de la mañana, terminada la misión que el padre viceprovincial me encomendara, me despido del padre Trampitas en la aeropista. Aprovecharía el regreso vacío de una avioneta, en la que el Director volvía a la Isla, después de haber pasado el año nuevo con su familia.

Desde la avioneta, por la ventanilla, miro por última vez al grupo que ha quedado en la pista: marinos, personal de Seguridad, jefe del campamento Nayarit, y el Director y el padre, que conversan. Guardando la distancia, un único colono: el chofer de la Dirección, buen amigo mío.

En cosa de minutos las Islas se pierden de vista, y media hora más tarde, de rumbo fijo al norte, aterrizamos en Mazatlán; y, con ello, retorno al Continente.

No sé qué nueva misión pueda esperarme ahora, en consonancia con nuestro flamante Proyecto Común de Provincia. Sí sé que dejé un poco de libertad cristiana y para mí mismo la encontré, en una prisión perdida en el Pacífico, y que muchos hermanos en ella hubieran deseado que me quedara yo más tiempo con ellos... cosa que yo deseé también intensamente. Y que las Islas Martas no serán en adelante para mí el infierno del Pacífico, sino más bien, como aquéllas de Xavier, las islas de esperar en Dios.

El se queda ciertamente en ellas, esperando...

Nezahualcóyotl, Méx.

2 de febrero de 1981

(NOTICIAS de marzo de 1981)
°


Comentarios:
Es verdad todo lo que escribes, recuerdo a jose guajardo asistente colono de el padre trampitas, tambiwn recuerdo cuando el padre salio, yo fui chofer en la isla traia el camion plataforma dodge # 16 trabaje en el almacen pero el mayor tiempo para prodinsa, y el pru. Traia las trozas para el aserradero y tube muchos amigos todavia anoro la isla, ya an pasado 31 anos de mi estadia y la sigo extranando, aun recuerdo a ese norteno de barba de director y tengo en mi mente guardadas esos hermosos paisajes que no he visto en otra parte, recuerdo con carino a los jefes de campamento morelos ,papelillo sica, el jefe de almacen y no puedo desir otra cosa mas que agradecer a dios por aber llegado a la isla y aber cambiado mi vida, conbirtiendome en un hombre redponsable y trabajador dios bendiga a todos y todas las perdonas que se quedaron y fios bendigs a quienes estan ahí aun . Gracias.
 
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